A Ricardo que, ebrio o sobrio, siempre verá a dios Dios veces.
Todos bostezábamos. Desde los más pequeños a los más grandes. Hombres o mujeres, en el ejercicio, en el trabajo, en vacaciones. Siempre bostezando.
Se nos recibía en el mundo con unas bruscas palmadas en las nalgas. Sólo se nos consideraba bien llegados si el bostezo era pleno, con los ojos bien cerrados, estirando bien los brazos.
En las escuelas y las cátedras las teorías eran recibidas con un coro armónico y bien ensayado de, claro está, estentóreos bostezos. Se bostezaba de adulto en la oficina, en el taller de carpintería y en la reparación del coche, en la universidad y en el postgrado, en las copas de la cuatro de la mañana y en el café de las ocho; en el amor periódicamente establecido y también en el amor improvisado, en la caridad dominical y en la palabrería exagerada.
Se bostezaba profusamente, a todas las horas, en todos los niveles: el metro a las horas puntas era una ensenada de bocas abiertas y manos pendulares haciendo amagos de taponar una espiración cansina y vaga. Los templos estaban llenos de bostezos: bostezaban los predicadores y los monaguillos, las beatas y los mendigos apelmazados en la entrada, bostezaban rítmicamente los santos y los ángeles de las vidrieras. Bostezaban amplia y sentidamente los políticos y las clases dirigentes, las comisiones que manejaban el sentido y el destino. Bostezaban éstos tanto y tan bien - tan correctas las tres palmaditas en los labios, amortiguando tan tenuemente el movimiento respiratorio- que bien merecían el lugar que les correspondía en su pirámide social.
Bostezaba la gente del centro y contagiada por la moda y la necesidad bostezaba también la gente de las afueras.
En la televisión y en los espectáculos se hacía de forma impúdica y casi obscena. Con músicas y coreografías de más/menos mal gusto, con casas publicitarias avalando la mandíbula medio desencajada, entre risotadas pregrabadas y aplausos en lata.
Bostezaban los profetas y los demagogos, los revolucionarios y los agentes sociales, los líderes y los poetas. Bostezaban , hastiados, profundamente aburridos, los contadores de cuentos. Bostezaba en una esquina un viejo sin poder llegar a contar su historia. Bostezaban tres mujeres tristes en los portales oscuros echando cuentas de un mal día.
Bostezaba, como cansada ya de tanto bostezar, la vieja estatua del puerto que de niña vos mirabas y así, absurda y sinsentido, bostezaba sin parar.
Abrían el pico las golondrinas que volvían sin príncipes del Sur, abrirían también su pico cuando regresaran en Abril. Dormitaban y bostezaban las bestias como reclamando una prematura hibernación. Crepusculeaban las estrellas caídas de quince años temerosas de no llegar pronto al puto Hades. Vagueaban, ateridos y empapados, los ladrones de sueños, amontonados bajo los puentes, acogiéndose mutuamente, en bostezos solidarios, de los rigores de otro invierno.
Bostezaba tiernamente la Hepburn tapándose la boca con el dorso de la mano y echando el humo, como sabiendo que aquel iba a ser otro día rojo y que no habría Tiffanys que lo salvasen. Bostezaba el general en sus cuarteles y la Maga y Oliveira, bostezaban los muertos de siempre, bostezaban los vivos a medias, bostezaba Beatriz Viterbo y la paloma cuculí, bostezábamos todos, bostezaba extraño el viento y bostezabas vos y acaso también yo bostezaba cuando nos sorprendió aquel gesto.
Trataré de transmitir con sencillez la historia tal como me la contaron, seguro de que no por adornarla en detalles perderá su verdadera esencia. Evito transcribir nombres, lugares y fechas por la certeza de la limitación que supondría al caracter original de la narración y seguro además de no saber cuanto de verdadero habría en ellos, cuánto sería fruto de la imaginación posterior o, en su defecto, cuanto se debería a las múltiples ocasiones en que aquel Gesto fue relatado posteriormente.
En aquellos días en el país de los bostezos, país que ya era grande como un continente, en aquellos días, digo, los gerifaltes habían decidido hacer un censo del mundo conocido. Conocer quién era cada quién y cómo y con quién vivía. De todas las regiones se trasladaron a su lugar de nacimiento para así realizar un correcto y estúpido empadronamiento: correcto por la precisión de los métodos utilizados y estúpido por la escasa utilidad de los resultados.
A las afueras de nuestra ciudad llegó una pareja de jóvenes que llevaban viajando muchos días. Eran apenas dos muchachos y traían un aspecto extenuado. Ella estaba a punto de dar a luz.
Bostezando, por supuesto, uno tras otro, en los distintas agencias, instituciones, comisiones, consejos y departamentos les fueron negando refugio. Bostezando también, a otro nivel, les fueron cerrando hotales, hostales y pensiones. Bostezando les negaron un rincón en algún albergue municipal, no hay plazas, se acabaron las subvenciones y bostezando, con un profuso y ominoso estiramiento, les negaron hueco en el garaje de varias casas.
Por fin consiguieron que dos mendigos con cara de pocos amigos les indicasen una estación de metro que solía dejar un hueco por la noche y donde por lo menos estarían un poco más calientes. El lugar en cuestión estaba abarrotado y un joven canoso que simulaba compasiones y pedía dinero con una falsa escayola en el brazo les dejó, bostezando claro, un rinconcito en la pared. El sería quien más tarde me contara toda esta historia en una mañana de resaca.
La muchacha parió allá mismo. Cuando el sistema sanitario llegó ya se habían hecho cargo otros sistemas de cuidados y el niño estaba arropado y la madre descansando. El crío tenía la piel y los ojos oscuros como su madre y su padre. Ambos le miraban y le decían palabras que nadie entendía pero que todos daban por hecho eran las palabras más dulces del mundo. Palabras de países en ruinas y sueños y espejismos.
Hubo fiesta grande aquella noche en la estación de metro. Ni los vagabundos mas viejos recordaban jaleo semejante. Probablemente sería el alcohol o la tremenda helada que dejó pintados de azul y ámbar los suelos y tejados de la ciudad, quizás fue la bóveda perfecta de estrellas perfectas y la cortina de agua clara que parecía unir el cielo y la tierra. Fuese lo que fuese, el hecho es que muchos perdieron el bostezo aquella noche.
Amaneció despierta la estatua del puerto, vigil y con sonrisa el barredero que la cuidaba. Despertaron la Hepburn y Rocamadour; salieron de su nostálgico reposo las gaviotas del rompeolas y se acordaron las azaleas de que por fin vendría de nuevo la Primavera; recordaron los tristes que todavía quedan amaneceres, pensaron las madres que volverían los hijos y soñaron los hijos con las hijas de otras madres. Suspiraron los exiliados viendo que todo había terminado y el sueño era ahora Sueño y que por fin venía siendo eterno y bueno y de todas. Se olvidaron las penas antiguas, dejaron de derretirse los polos y se quebraron los muros y cayeron los torturadores en las aguas demoledoras e impasibles de la justicia.
Continuó bostezando algún imposible dirigente, un apurado ejecutivo con su cuaderno de notas, pero fueron bostezos más bien chochos y deformes, sin pretensiones y sin peligros epidemiológicos de contagio, bostezos asténicos y filiformes, pura ruina nomás.
De aquellos dos muchachos y del crío no supimos más en un tiempo largo. Aquel joven canoso de la falsa fractura está empeñado en escribirles a la dirección que ella le garrapateó en una esquina de la escayola. Una calle en una ciudad que ahora es un no-lugar.
- Algún día de estos - me juró con su sonrisa sin dientes antes de coger también un autobús a ningún lado - les escribiré una postal.
(Cuento de Diciembre. Bostezos se escribió aproximadamente en el año 1995. Es una historia basada en hechos reales que se ha venido repitiendo a lo largo de estos últimos 20 años y probablemente también haya ocurrido en varias ocasiones anteriormente)
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