29 sept 2024
Identidades de Artemio Rulán (XVIII): la invisibilidad y la visibilidad.
Me contaba Rulán - en aquellos primeros meses en que nos fuimos conociendo en paseos transversales por Gijón- que había sido muy consciente de cómo fue perdiendo las palabras. Los años se volvieron para Rulán una confusión de sucesos e ideas y algunas emociones se encontraban desordenadas en una secuencia que no coincidía con la previsible lógica temporal, de tal forma que no eran - y probablemente ni él mismo quisiera que fueran- ni previsibles, ni lógicas, ni temporales.
Esto quizás es un poco confuso para los de fuera - razonaba Artemio Rulán en aquellos primeros días de su vuelta- pero para mí siempre supuso una especie de seña peculiar con la que me fui acostumbrando a vivir. Llegué a dar por hecho que tarde o temprano esta curiosa sintomatología de mezclar las palabras, que yo no llamaría enfermedad, tendría una progresión más profunda e irremediable. No he escrito apenas sobre ello porque con los años ya no sé bien lo que he escrito, lo que he dicho o lo que simplemente he pensado. Y con los años también la importancia de que haya sido dicho, o no, de una otra forma me da exactamente igual porque pienso que es exactamente la mismo. Y no lo creo por dejadez ni abandono. Tampoco por pérdida de orgullo. Nunca he sido especialmente orgulloso. Quizás simplemente por una cuestión puramente física. Van pesando tanto las palabras que da igual dónde o cómo las hayamos ido colocando en el mundo y por ello al final siempre o se trastabillan o se pierden sin más o se van pasando de mano en mano, cuerpo a cuerpo y generación a generación y las palabras son las mismas desde siempre sólo que van dando vueltas en los cuerpos húmedos en espacios y tiempos y vértices y por eso resulta vulgar creo que la palabra precisa es vulgar que alguien trate de adueñarse de ellas y que por haberlas ordenado y puntuado de una determinada forma y haberle puesto tapas y venderlas y haber conseguido más o menos efecto o belleza se considere propietario de algo que es común y de nadie y que al ser de nadie es de todos Y por ello entiendo prolijo confuso con esa entropía de guscanos que pierden surtedos de belleza por eso entiendo - y se iba perdiendo poco a poco ahora la lógica, viste- cómo llamamos aquella noche al capitalino manido e intelectual de la capital para ponerlo a vivir por sus cuatro libros que había mal leído y criticado y alineado en estanterías de una jodida universidad torcida del mundo y que bien podría pasarse su título y su columna de periódico y su albañilería de modelos filológicos por las ingles por las putas ingles hermano.
En fin. Yo anotaba que Artemio Rulán ya tenía claro que las acabaría perdiendo, las palabras, perdiendo o confundiendo y que los olvidos serían similares a su forma de conciliar complejo las calles o de cómo iba arrastrando colillas y bordillos e iba haciendo un código numérico con ellas escribiendo letras por la ciudad al moverse.
De todas formas - proseguía Rulán en su discurso para el cuello de su camisa- siempre he sido especialmente silencioso y confuso. Y quizás esto fue lo que hizo la confusión de palabras o quizás viceversa. Normalmente cuando la gente me conocía nadie se fijaba en mí. Esto me pasó desde la primera infancia hasta el día de ayer. Y esto uno lo asume como tener una oreja mellada o no ver bien de lejos. Al principio al llegar a cualquier sitio o en cualquier lugar podía ser perfectamente invisible. Al menos hasta que coincidíamos cuatro o cinco veces, hasta el cuarto o quinto encuentro. A partir de aquí aparecía de repente a los ojos de la gente, casi como un arcángel o un satélite caído de ningún lugar, y la gente saltaba y se preguntaba pero qué cojones hace este aquí. Y quizás por ese efecto sorpresa siempre resultaba de cierto interés cualquier cosa que podía decir, o no decir, a partir de ese momento. No deja de ser exótico qué puede decir de repente un satélite o un meteorito. Y se me podía tener en cuenta el discurso entonces con una desproporcionalidad no sé si vulgar como los de antes, pero sí un poco avergonzante. Ahora bien - y se paraba contra la barandilla del Muro para tomar aire, porque el tiempo le fue quitando las palabras y el viento del pecho- esas cuatro o cinco veces previas en que la gente no se enteraba de mi presencia me servía para observarlo absolutamente todo con una minuciosidad increíble. Desde pequeño hasta el día de ayer. Así yo miraba los detalles de las gafas roídas del profesor y sus cristales ahumados y los restos de desayuno entre el último de sus molares. Sobra decir que si no fuera invisible me hubiera volado la cara allí mismo por la forma en que surtédico y contumaz le miraba desde mi segunda fila. Y miraba los detalles de la gente en la cola de la panadería, los detalles gastados de los vestidos y las cenefas y las medias rotas y los trozos de pelo que se apegotaban en las nucas sudando y los mandiles y las manchas de café con leche en la bata blanca del panadero y su diente de oro con una pequeña estrellita navideña. Y en los bares del puerto más tarde, en la época del Caribe y la llegada a NY, los dedos rotos de los hombres rotos y los dientes partidos y el vello profuso que salía a chorros de las orejas y las narices de marinos con la nariz rugosa y los bordes manchados de las camisetas y las cejas haciendo bucles hasta las mejillas y las vetas de la madera llenos de vestigios de cenas de los últimos treinta años y las manecillas de un reloj engarzado en una muñeca que eran las mismas, muñecas y relojes de otros que había visto en otro viaje al Báltico y también en otra casa sucia en Hoboken donde había comido con una familia que torcían los ojos al mismo lugar al hablar y se rascaban simétricamente las rodillas cuando tenían miedo, especialmente los días pares de los meses de invierno.
Ser invisible -continuaba Rulán- me concedía la posibilidad, paradójicamente, que todo lo demás alrededor se hiciera más visible a mis ojos. Un contraste que fue algo doloroso al principio pero que con el tiempo ha tenido un pleno sentido. A medida que fui siendo consciente de mi habilidad de pasar desapercibido (salvo solamente alguna vez alguien que me hacía un comentario intrascendente o de simple educación por encontrar algo de carne y huesos ahí en medio), fui también consciente de cuando empezaba a ser percibido. Aproximadamente en el quinto o sexto encuentro comenzaba mi transmutación. Como mecanismo defensivo por mi timidez, esta sí que nada de sintomatologia sino patología de libro, dejé de frecuentar a las personas, las reuniones o los encuentros más de cinco veces. Es decir. Evitaba vínculos. No más de cinco veces. Sólo acudía cuatro o cinco veces. Después desaparecía. Tuve la experiencia de que a partir del sexto encuentro podría convertirme en imprescindible. Y ahí los vínculos se hacen jodidos para todos y todo podría comenzar a ser más doloroso. Mi estudiada desaparición no fue especialmente compleja por mi trabajo de entonces y por las circunstancias que me hicieron moverme por el mundo. Me hice un experto en no causar ningún asombro, en moverme siempre en esa frontera justa de comenzar a hacerme visible, pero sin dejar apenas ninguna traza en nadie, ningún apego, ningún recuerdo. Desaparecer sin apenas dejar rastros. Sólo claudiqué en esta artimaña el tiempo que pasé en Tepanahuori y vivía en la tienda de Fina y conocí a Florentina. Pero después de aquello y de las 39 palabras, y las consecuencias que conoces bien, he vuelto a reiniciar el juego.
-¿Y eso quiere decir que no nos veremos más? - le pregunté.
-Con toda posibilidad no más de cinco veces. Y esta es la segunda - me dijo sonriendo de través y apuntando con la barbilla al Cantábrico.
-Creo que es una buena historia, pero no cuadra. ¿Por qué si esta es la segunda vez que nos vemos ya no pasas desapercibido? No has sido invisible y estás aquí, mírate, captando mi plena atención.
-Eso ya lo sabes de sobra, Cofiño. Tú también eres invisible. Y sólo los que somos invisibles podemos así reconocernos. Y nos reconocemos, a saber: semánticos, conjugos, fricativos y profusos: profundamente contemporáneos.
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