No entra ya el sol en la calle como en primavera. Se ha modificado la luz en esta ruta de todas las mañanas. Más bajo el sol, algo más hacia la derecha. La luz es algo más tenue, pero de una belleza inextricable. Seguro que esta observación supone algo en relación con el movimiento de los planetas y con el paso del tiempo, pero no acierto a explicarlo. No sé. Tampoco sé explicar porqué ese desvanecimiento que tienen las mañanas en la fachada de los edificios o la persistencia nostálgica del tapiz que cae desde la cornisa de la ampliación o la transparencia progresiva de las hojas del árbol me producen disnea y una epífora unilateral. Podría apoyar mi mano en un portal y dejar pasar varios días así, mirando. Iba a tomar una imagen, pero no es suficiente para una imagen. Anoto una vez más la provisionalidad y el deseo, la ñoaranza, todas las posibles combinaciones de palabras y todas las posibles combinaciones de espacios y tiempos. Yo soy el que nos narra.
Sube un hombre en bicicleta. Una mochila parda llena de pegatinas. La mujer que cruza se atusa el pelo y desvía algo su mirada. Dos extranjeros doblan la esquina y van apagando sus cigarrillos. Un charco bastardo en la acera parece que es el resultado de haber limpiado sueños de una noche. Se abren varias puertas. En una ventana alguien estira los brazos. El sol clona su imagen en un espejo y este en otro espejo, así que podrían dar una imagen infinita. Otro hombre llama a una puerta. Hay una mujer que se acaba de levantar de una habitación improvisada al lado de un escaparte. Está sucia y con varias capas de ropa. Dibuja algo en el suelo con la punta de su pie medio desnudo. Un pez. Me mira. Es un pez, sí. Me mira y me dice: "Darán lluvia siempre. Darán lluvia siempre".
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