El hijo se había soñado alas bajo la experta dirección de su padre y maestro. Durante muchos años las había creado, pluma por pluma, músculo por músculo y huesecillo por huesecillo en largas horas de trabajo, de sueño, hasta que tomaron forma. Las había dejado crecer de sus omóplatos en la posición correcta (era especialmente difícil percibir con toda exactitud la propia espalda en sueños), y había aprendido poco a poco a moverlas adecuadamente. Había sido una dura prueba para su paciencia seguir practicando, hasta que tras interminables y vanos intentos fue por primera vez capaz de elevarse al aire por unos instantes. Pero luego cobró confianza en su obra, gracias a la benevolencia y severidad inquebrantables con que le guiaba su padre. Con el tiempo se había acostumbrado por completo a sus alas, las sentía como parte de su cuerpo, tanto que experimentaba en ellas dolor o bienestar. Al final había tenido que borrar de su memoria los años en que había estado sin ellas. Ahora era como si hubiese nacido con alas, como con sus ojos o manos. Estaba preparado.
No estaba en absoluto prohibido abandonar la ciudad-laberinto. Al contrario, quien lo lograba era mirado como un héroe, un bienaventurado y su leyenda era contada durante mucho tiempo. Pero eso sólo les estaba reservado a los dichosos. Las leyes a que estaban sometidos todos los habitantes del laberinto eran paradójicas, pero inmutables. Una de las más importantes decía: sólo quien abandona el laberinto puede ser dichoso, pero sólo quien es dichoso puede escapar de él.
Pero los dichosos eran raros en los milenios.
El que estaba dispuesto a intentarlo, tenía que someterse antes a una prueba. Si no la superaba, no era castigado él, sino su maestro, y el castigo era duro y cruel.
El rostro de su padre había estado muy serio cuando le dijo: “Esta clase de alas únicamente sostiene al que es ligero. Pero sólo hace ligero la felicidad.” Después había escudriñado largamente a su hijo y preguntado por fin:
–¿Eres feliz?
–Sí, padre, soy feliz –había sido su respuesta.
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