9 dic 2008

Madriz

Has hecho una elección correcta. No basta con domarme el crespón del pelo, dibujar en mi espalda o leerme ciertos textos para que me duerma. De joven solía tomar siempre trenes equivocados en direcciones equivocadas. Aposta. Dormía intranquilo luego semanas recordando cómo silbaban y pensando que cada silbido era una forma en que ciertos animales nocturnos murmuraban mi nombre, invitándome a ponerme en camino. ¿Siguen silbando los trenes en las estaciones?
El mayor recuerdo ahora es el día en que me enseñaste aquel patio de tu casa; el que se veía desde tu habitación, al que daba la ventana de tu habitación. Un patio lleno de luz de verano y hendido de trastos, perplejo, equivocado de forma y arquitecturas. Lleno de cosas inútiles y prescindibles. Tu señalabas todo con dedos de cangrejo quitándole importancia a lo que obviamente -vigas, restos, desperfectos, no sé si restos de naufragios- no era bello. Sólo la persiana que destilaba luz era bella. Yo pensaba: "esto soy yo". Ese barullo de maderas y cables soy yo.
Unos meses después, descubrí la alegría y la tristeza que producen ciertos indicadores en las carreteras. Y los sitios a los que nunca se debe volver.
Suelo bajar al metro. Como un juego recurrente. Sin destino fijo. Para hacer tiempo y jugar imitando a mis mayores. El 11 de octubre me comí el metro. Me gusta ir a beber en ese bar triste en la correspondance de la 1 con la 9 en plaza de castilla. Hice buenas migas con algún camarero que me gestiona una esquina para fumar. Mascamos allí ciertas hierbas para combatir la tristeza. Acumulo afiches y compro objetos desencantados en esas tiendas tristes donde compra y vende gente extraña. A dos mil metros bajo tierra. Una especie de minería de las emociones. Los últimos mineros sentimentales de piezas en extinción. Arriba la gente pasea, compra, ríe, obvia. Abajo excavamos en la imperfección de ciertas emociones. Colecciono objetos que luego envío sin remite a Tepanahuori, para que Fina se pase meses en su tienda tratando de entender qué es aquello o para que Tito blasfeme y se cague en mi puta madre o para que te lleven a casa imperdibles sucios y botones ya que palabras no te llegan.
De Ríos Rosas tengo una anécdota curiosa. Una muchacha argentina hablaba con una amiga. Levantó la cabeza y miró a este viejo miope que cabeceaba enfrente. Me sonrío dulce y sin mediar más presentaciones me extendió las dos palmas de sus manos. Anticipó a Yannis Ritsos y con una dulzura inaudita me dijo "Mirá, ¿ves?. Son totalmente transparentes, si mirás acá podés ver el rostro triste con el que golpeas las curvas. Si incluso querés tiraros en ellas, porque por unos segundos son vuestras, tomá, podés suicidaros en vuestros propios brazos". Subiendo luego a la calle, sentado en una escalera escribí Seis Años. Antes de darle las gracias por las manos le conté otra historia misteriosa: la del hombre que había viajado tres mil kilómetros de norte a sur con una mancha de mar en el cuerpo. El hombro salado para darle de beber a una mujer. Ella le había dicho que no. Que en ese mismo momento no tenía mucha sed.



Artemio Rulán. De las Cartas a Florentina Resteiro

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