Mi kilómetro cero siempre ha sido el fregadero de todas las casas que habité (más preciso sería decir de todas las casas que me habitaron).
Había dos signos con los que medíamos la ausencia y la distancia después de pasar el verano con los abuelos.
El primero era al llegar, abrir la puerta y reconocer el olor cerrado de las habitaciones. La casa, que siempre fue pensada e imaginada en femenino, desprendía un olor peculiar después de tantos días sin haber sido vivida. Muy de pequeños imaginábamos que el olor era debido a la oscuridad inusual que tenía la casa a nuestra vuelta, pero más tarde, ya siendo más maduros y científicos, solventamos en pensar que era sólo el sudor que desprendía al habernos echado de menos.
El segundo signo era correr a la cocina y al baño para abrir los grifos. Medíamos el tiempo que habíamos pasado fuera por la torpeza que hacía el agua al intentar correr de nuevo: tartamudeando, un ruido de cañerías, una explosión intermitente y breve, escupiendo y tragando un líquido oscuro que tardaría unos cuantos segundos, horas nos parecían, en aclararse.
Mirábamos mi hermana y yo el agua marrón corriendo por el desagüe, apoyábamos las caras contra el papel pintado húmedo y triste de las paredes y en aquellos segundos leves en las que la casa comenzaba a recobrar su transparencia, pasaba por nuestro recuerdo el verano que terminaba: la piel de las abuelos y las ventanas de luz de República Argentina, el Ebro ardiendo, el Cachorro y el Espolón. Ensimismados, dos torpes geógrafos infantiles tratando de encontrar variables con las que medir la melancolía.
Mi kilómetro cero siempre ha sido el fregadero de todas las casas que habito.
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