17 may 2019
Albedo (18): Lluvia
Es el olfato el principal de todos los sentidos aunque acaso el menos valorado.
En la adolescencia guardaba un bote de crema solar del verano que durante todo el invierno olía periódicamente para recuperar la memoria del verano. Un ejercicio absurdo de nostalgia.
Al abrirlo y aspirar el olor, rayando el vicio, acudían al recuerdo un puñado de imágenes confusas de felicidad que anotaba minuciosamente en un cuaderno. Algunas de aquellas imágenes - un trailer vertiginoso con fondo gradiente powerpoint azul - siguen intactas en algún espacio entre las sienes.
Así percibimos la llegada de la lluvia los que hemos nacido con ella. En este Norte, en esta ciudad que compite con la de los solenoides para ser la ciudad más triste del mundo, la lluvia forma parte de nuestra biología (I´ll take the rain).
El invierno era profundamente húmedo y pasábamos mucho tiempo al lado de la cocina de carbón. Antes de ir a la cama nos pegábamos a la pared del cuarto que lindaba con la cocina. Así los cuerpos se calentaban algo antes de entrar en aquella cama de sábanas empapadas y rígidas. A veces nuestra madre las calentaba con la plancha. Todo eran, no obstante, gestos de felicidad y belleza.
El sueño era un viaje submarino del que apenas podríamos desprendernos hasta que llegara el mediodía.
Anticipamos pues la llegada de la lluvia cuando llegan masas de aire frío a las que precede un tiempo excesivamente caluroso. Recibe el cuerpo la lluvia con alivio y con la felicidad y nostalgia de esa memoria antigua. Los pies y los zapatos empapados días enteros. Y los millones de vidrios que vimos mojar. Empapar era el verbo más precioso de todos.
Y la diferencia que tiene el olor de las calles mojadas al del aroma libre del monte empapado y sus cortezas minerales y milenarias.
Bajábamos imprecisos y eternos las calles y las avenidas a las escuelas mojadas y nos enamorábamos de todos los charcos que constituyen, con más claridad que otras descripciones, la geografía de la ciudad que nos habita.
Porque así era: hubo un tiempo en que guardábamos con fidelidad exacta la precisa descripción de todos los charcos que tenía la ciudad, y los anotábamos en las palmas de las manos para guiarnos, indecisos, en las estaciones que estaban por llegar.
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