9 dic 2019

Albedo (20): Fue en noviembre

"He hecho una lista de preguntas,
cuyas respuestas ya no alcanzaré a saber" 

Wislawa Szymborska


Fue en noviembre. El temporal desordenó los caminos y las veredas y los dejó llenos de trozos de mundo: objetos perfectos y prescindibles, a medias, casi rotos y quebrados: objetos que ya casi habíamos olvidado y que nos recordaron la belleza de este lugar.

Fue en noviembre. Se nos hizo imposible encontrar la luz de otoño en Olissipo, pero descubrimos que la lluvia le sentaba igualmente bien. Doblemente bien porque aunque no tuvimos la claridad de aquel Julio, volvimos a a ella acompañados por otras luces que llevamos criando desde hace unos años. La Alfama seguía siendo un barrio que emergía del agua y las casas se derramaban desde las colinas al río y recordamos que la saudade fue un esbozo de la ñoaranza y que ésta nació allí, y miles de años antes allí, cuando nos conocimos, y en aquella plaza con kiosco y palomas y nos sentamos en un banco y nos levantamos y seis años después.

Fue en noviembre. Llovió como nunca. Hubo una pandemia de charcos y arco iris. Aparecieron estos discrecionalmente a todas las horas del día; y al final, semejante sucesión de episodios ya parecía cansina, y casi los despreciábamos como un suceso demasiado cotidiano y habitual. Se acumularon aquellos otros primeros por todos los rincones de la ciudad y de la casa. Nada más bello que los charcos. Crecimos mirando charcos. El cielo en Asturias está muy abajo y para caminar es necesario doblar siempre un poco los hombros y encoger el cuerpo. La vista se va sin mirar a los charcos. Parte de nuestra falta de autoestima quizás viene de esta posición de tener que mirar al suelo. Y por eso, en compensación al déficit de techo y altura, la tierra nos ha dado y tenemos charcos: fragmentos de cristal y espejos dispuestos por todas las partes para hacer crecer nuestro mundo cotidiano.

Fue en noviembre. Aquellos días donde lo más importante no estaba arriba sino en el suelo. El mes perfecto para nacer o morir. Cuando casi nació V. y cuando nos dejó su padre. El agua ocupó el mundo y la climatología confirmó lo que dice el libro de Naturales de M: en el norte las montañas enganchan las nubes y no dejan que se vayan nunca, el cielo es más bajo (ya lo explicamos), los charcos imprescindibles (también), los ríos cortos y caudalosos y bajan a derramarse prematuramente en un abrir y cerrar de ojos al Cantábrico. Los ríos llegaron al límite. A la tierra ya no les cabía más agua y había regatos por todos los sitios. Vivimos el mes con los pies mojados. La lluvia que no paraba empapó la tierra y los caminos y la mesa y los apuntes y el trastero y la esquina del estudio y la segunda estantería con los libros de los mapas, las escaleras y las mochilas, y las articulaciones y las gafas y las teclas del ordenador.

Fue en noviembre. Como el mundo, tras el temporal, nuestra casa también se desordenó entera. Los horarios eran complicados pero esa tensión de todo tan lleno hacía que las habitaciones, tú y todo pareciera más bello que nunca: rotuladores, apuntes, libros caídos y colocados aleatoriamente, tazas de café, ropa en los tendales, en la silla y por el suelo, trozos de leña y mantas, el mundo de los niños, casas de pájaros y cortezas, un sapo despistado, manzanas, gabardinas, estilográficas y rodillos, máquinas de escribir y cámaras de fotos, tablas de cuentas, papeles de diferentes tamaños, cintas de video y juegos, recortes, cables, lápices de colores, cubos, una lupa y varios enchufes, grietas y coronas, etcéteras, diccionarios, lámparas recuperadas de la expedición a Zoila, fotos y moleskines por escribir, qués, posavasos y los libros que enviaron los amigos.

Fue en noviembre, y los amaneceres eran ambarinos. No era que el sol llegara realmente sino que alguien, con la mañana ya muy entrada, encendía en alguna parte algo parecido a una lámpara de bajo consumo de IKEA y el mundo iba tomando forma bajo nubes y lluvia, difuso y reflejado en los charcos. Recordad que nos guiábamos por los charcos. Una luz pálida, ámbar, hermosa, muy Cartarescu a la asturiana. Hubo muy pocos días de luz verdadera de esta estación, tres o cuatro a lo sumo. Pero lo fueron de una precisión hermosa. Una de ellas subí con mi hermano a la montaña para ver las cosas de arriba y asumir de nuevo la certeza de otoño.

Fue en noviembre. Pensamos, hablamos, trabajamos mucho y dormimos poco. Rulanianos que de tanto pensar nos quedamos afónicos. Atónitos ante la belleza del mundo y la precariedad que supone siempre estar vivos. Mirando con detenimiento cómo las hojas caían de un árbol sucio en la interesección de F. con la avenida R. y cómo entendimos, treinta años más tarde, que somos provisionales e ínfimos en un mundo descomunal. Con más preguntas que respuestas, y con respuestas que ya nunca - escuchadme bien: nunca- alcanzaremos, con esa palabra siempre colgando que no será dicha, con el horizonte y las manos tapando los neones de un mes que encendió, de nuevo y pese al agua, montes, bosques y argumentos.



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