Un fragmento de Stoner de John Williams.
La clase había leído dos obras de Shakespeare y estaba terminando la semana estudiando los sonetos. Los alumnos estaban crispados y desconcertados, intimidados por la creciente tensión que reinaba entre ellos y ese hombre encorvado que los observaba desde atrás del atril. Sloane acababa de leer en voz alta el soneto 73, echó una ojeada al aula y apretó los labios en una sonrisa despectiva.
—¿Qué significa el soneto? —preguntó de golpe, e hizo una pausa, escrutando el aula con adusta y casi complacida desesperanza—. ¿Señor Wilbur? —No hubo respuesta—. ¿Señor Schmidt? —Alguien tosió. Sloane dirigió sus ojos oscuros y brillantes hacia Stoner.
—Señor Stoner, ¿qué significa el soneto?
Stoner tragó saliva y trató de abrir la boca.
—Es un soneto, señor Stoner —dijo Sloane con sequedad—, una composición poética de catorce versos con una estructura que usted ya habrá memorizado. Está escrito en lengua inglesa, y creo que usted la habla desde hace algunos años. El autor es William Shakespeare, un poeta que está muerto, pero que aun así ocupa una posición de cierta importancia en la mente de unos pocos. —Observó a Stoner un instante más, y luego puso los ojos en blanco y los fijó en el vacío. Sin mirar el libro, volvió a recitar el poema; y su voz se volvió más profunda y más suave, como si por un momento las palabras, sonidos y ritmos hubieran pasado a ser él mismo—:
En mí ves esa época del año
en que muy pocas hojas amarillas
cuelgan de las ramas temblorosas,
coro en ruinas donde pájaros cantaron.
En mí ves el crepúsculo del día,
cuando el sol se hunde en el poniente,
poco a poco arrebatado por la noche,
gemela de la muerte, y del reposo.
En mí ves el rescoldo de ese fuego
de una juventud hecha cenizas,
el lecho de muerte donde expira
consumido por lo que era su alimento.
Esto ves, y tu amor se fortalece
amando bien aquello que ya pierdes.
En un momento de silencio, alguien carraspeó. Sloane repitió el dístico final con su voz monótona de costumbre:
Esto ves, y tu amor se fortalece
amando bien aquello que ya pierdes.
Sloane volvió a posar los ojos en William Stoner, y dijo secamente:
—El señor Shakespeare le habla a usted a través de tres siglos, señor Stoner. ¿Usted lo oye?
William Stoner se dio cuenta de que por unos instantes había contenido el aliento. Exhaló suavemente, muy consciente del movimiento de su ropa sobre el cuerpo a medida que vaciaba los pulmones. Desvió los ojos de Sloane y miró el aula. La luz oblicua que entraba por las ventanas resplandecía en el rostro de sus compañeros, de tal modo que la iluminación parecía surgirles desde adentro y perfilarse contra una penumbra; un alumno pestañeó, y una delgada sombra cayó sobre una mejilla cuyo vello había recibido la luz del sol. Stoner notó que sus dedos habían dejado de aferrar el pupitre. Contempló sus manos, maravillándose de su tono marrón, de la precisión con que las uñas encajaban en sus dedos romos; creyó sentir el invisible flujo de la sangre por diminutas venas y arterias, palpitando delicada y precariamente desde la yema de los dedos a través del resto de su cuerpo.
—¿Qué le dice, señor Stoner? —Sloane había vuelto a hablar—. ¿Qué significa este soneto?
Stoner alzó los ojos con lenta renuencia.
—Significa… —dijo, alzando las manos en el aire con un breve movimiento; sintió que se le empañaban los ojos mientras buscaban la figura de Archer Sloane—. Significa… —repitió, y no pudo terminar la frase.
Sloane lo miró con curiosidad. Luego cabeceó bruscamente.
—La clase ha terminado —dijo. Sin mirar a nadie, dio media vuelta y salió del aula.
William Stoner apenas reparó en los estudiantes que se levantaban gruñendo y murmurando y salían del aula arrastrando los pies. Durante varios minutos después de su partida permaneció inmóvil, mirando fijamente el piso de angostos tablones de madera cuyo barniz se había gastado por las incansables pisadas de estudiantes que nunca vería ni conocería. Arrastró sus propios pies por el piso, oyendo el seco susurro de la madera en las suelas, sintiendo a través del cuero su aspereza. Luego él también se levantó y salió del aula despacio.
El frío cortante de ese día de otoño tardío le penetró la ropa. Miró a su alrededor, las ramas desnudas y nudosas de los árboles que se arqueaban contra el cielo pálido. Lo rozaron estudiantes que se dirigían apresurados a sus clases; oyó el murmullo de sus voces y el taconeo de sus zapatos en las sendas de piedra, y vio sus rostros inflamados por el frío, inclinados contra la leve brisa. Los miró con curiosidad, como si nunca los hubiera visto, y se sintió muy lejos de ellos, y muy cerca. Retuvo esa sensación mientras se dirigía a su siguiente curso, y la retuvo mientras el profesor daba su clase de química de suelos, al amparo de esa voz parecida a un zumbido que recitaba cosas que uno debía anotar en cuadernos y memorizar en un proceso monótono que de pronto le resultaba ajeno.
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