9 abr 2022

Tránsitos

Conocíamos los charcos. Caminábamos tendidos, despacio, apoyando una mano en el costado.
El sol como una moneda a deber y los soliloquios reverberando en los vacíos. 
A las cuatro de la mañana nos despertábamos musitando cuentas pendientes, miedos y vicios.
Mirábamos pájaros desorientados como nosotros, reconocimos los mirlos y nos bebíamos la luz rebañándola de las mesas y de las cajas de trueno. 
En las gasolineras echábamos a suerte nuestro destino y añorábamos lo que no hemos vuelto a tener o lo que siempre hemos tenido, sabiendo que es todo lo mismo.
Escribíamos de nuevo un poco más despacio. Reconocimos los mirlos y matamos monstruos por ti.
Dolía la mano. Crepitaban los libros. El borde del mar era una puerta de entrada a la infancia y a la muerte. Y la herida salina, la cicatriz entre el mar y la tierra eran el Misterio y la Belleza.
Dábamos por hecho nuestras propias limitaciones. Aquellos posibles luganos alimentándose en los alisos. Acariciamos las tumbas de los nuestros y pasábamos los dedos por sus consonantes y vocales. Un xilguerín meridiano bajó a despedirse de padre y de la abuela (Me llena de ternura siempre la imagen de un hombre de setenta años pidiendo que sus cenizas descansen al lado de su madre).
A finales de marzo un camachuelo nos esperaba solemne al final de la cuesta. Decía: Todo lo he vivido, de todo me acuerdo.

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