Mi padre falleció hace cuatro años. Su hermana ahora tiene 90 y su hermano 86. Él hubiera cumplido 82.
De adulto nunca he sido muy asiduo de hacer visitas a los cementerios. Pasé mucho tiempo en ellos de pequeño cuando la visita era obligada con mi abuela y mis tías. Mezclábamos el mundo de los muertos y de los vivos en lo cotidiano y siempre había una línea divisoria incierta entre los que estábamos aún y los que ya faltaban. Comíamos, les rezábamos, merendábamos y acabábamos el bocadillo visitándoles.
Hablábamos de ellos con una concreción tal que no era raro dudar si estaban de un lado o del otro, si iban o venían, si se quedaban a cenar o ya estaban tranquilos en Ceares.
Por pena, por pereza o porque ya había cumplido el cupo de horas, pasada la infancia, no he sido nunca asiduo de volver a los cementerios.
Hasta estos dos últimos años. Quizás ha ayudado ese hermoso entorno del cementerio y los Pericones. Ese prau Pinto que se ha remodelado y que dibuja tan bello en las tardes y que hace tan hermosa esta ciudad que tanto nos gusta. Quizás también la sensación de estar en un sitio donde poder estar solo y hasta ausente de mí mismo. En un no-lugar o el lugar de todos los lugares donde no tenga que reconocerme.
Me ha gustado volver a menudo. Ponerme de pie delante de sus nombres, sin prisa, acariciar despacio las vocales y las consonantes, las fechas de la ausencia y las flores antiguas de plástico. Imaginar y recordar y volver a tratar de pronunciar las oraciones que ya me he olvidado y pensar qué significan ahora y qué significaron alguna vez. Quitar algo el polvo de las letras con las manos y contarles bajito cómo va todo esto ahora, de qué va todo, que queda de todo y si la calle y la familia y las tardes de junio.
Al volver a buscar la tumba de mi padre recordé que su deseo fue que sus cenizas descansaran al lado de su madre. Esa sola línea te hará llorar si lees esto. Lo sé. Es de una belleza terrible. El hombre de setenta años, diagnosticado de una enfermedad pulmonar, sabiendo que se moría, tenía un deseo claro: quería que sus cenizas descansaran al lado de su madre.
Mi abuela está en uno de los pasillos del cementerio. A mano derecha. En el mismo pasillo, pero a mano izquierda está mi abuelo.
Es muy bonita esta imagen.
Primero voy a verlos a ellos, a la madre con su hijo que descansan juntos. Luego cruzo al otro lado y voy a ver a mi abuelo. Aparentemente solu el paisano, con alguna letra caída del nombre, pero tal como siempre lo recuerdo: con la boina y las manos a la espalda en la puerta del taller, con una medio sonrisa y pendiente desde lejos, de todo. Siempre pendiente de todo. Mirando también al otro lado del pasillo, sin dejar de mirar con cariño a su esposa y a su hijo pequeño durmiendo juntos.
Y vas a llorar también de belleza cuando leas esto. El otro día le recordé esto a su hermana mayor. Le quitó importancia. Siempre fue así. Le encantaba abrazarse a su madre y dormir con ella cuando era pequeño. Cuando era neñu y güelito venía a Gijón a trabajar en los confesionarios de la Iglesiona, él siempre se pasaba a dormir a la cama de su madre. Dormía siempre abrazado a un cobertor viejo y gastado. Y el vaso de leche por la mañana lo quería siempre lleno hasta arriba. Era un mimosu. Abrazando a su madre. Mamina, mamina. Páxaru, páxaru. Cómo no iba a querer descansar para siempre abrazado a su madre.
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