Anoté durante una larga temporada el número de palabras diarias que pronunciaba. Comencé este ejercicio ya en la época de Queens aunque mis silencios no eran tan manifiestos como lo fueron en Tepanahuori. Progresivamente cada día hablaba menos. Me gustaba mucho analizar los motivos y posibles porqués aunque ninguno de ellos fuera del todo el principal. Era una especie de observación metódica, rudimentaria y fallida de antemano de mi comportamiento.
Una explicación era el simple cansancio de mí mismo y comprobar que lo que decía era apenas interesante. Esta voz cansada resonando que poco aportaba. Pasé por ello de contar historias o banalidadades a simplemente observar y preguntar. Esto me hizo comprobar que a la mayoría de la gente le resultaba más imprescindible mi presencia si estaba callado. La mayor parte del mundo lo que quería es hablar y que les escucharan. Y siempre he sido buen oyente incluso aunque no estuviera escuchando absolutamente nada. Otra motivación más estúpida era que observaba que el silencia generaba cierta atracción y misterio. Y curiosamente todo lo contrario, el estar callado hace que nadie te considere objeto de competición y eso te permite entrar más directamente en ciertas periferias, anotar, medir, comprobar, disfrutar, entrar y salir pasando desapercibido tras haber recogido ciertos objetos luminosos que nadie tiene en cuenta (no hubiera sido posible si no me hubiera comportado así anotar aquel perfil de Florentina la mañana en la plaza, dejar el dorso de la mano disimuladamente un día en su sombra o no perder detalle de la grieta de la pared de una belleza inaudita en Astoria en algún sitio entre la 31 y la 33 (llovía y hacía frio y llevaba varios días sin comer y anotando señales y agujeros y objetos desbastados que pudieran consolidar mi tristeza)).
Otro motivo fundamental de haberme callado hacia fuera era la necesidad de concentrarme ahora que todo iba tan rápido y que ciertos acontecimientos vitales -por la edad y por cierto deterioro fisico que constataba- parecían ineludibles. Sabía que el proceso de la enfermedad, pese a ciertos síntomas objetivos como el dolor, la fatiga, la cojera o aquellos períodos de una fiebre amarga, era mucho más que eso. El silencio me iba ayudando a tomar cierta medida de estos sucesos, pero sobre todo de aquellos otros que yo consideraba muy ligados a la enfermedad.
Nos constatan no solamente una serie de tejidos y funcionamientos hormonales, sustancias aprensibles que estudian en las universidades, arrastramos también una secuencia heterogenea de narrativas y de palabras, de sucesos, de imágenes, de cuerpos otros fragmentados y ausentes, de recuerdos y de olvidos, de placer y deseo y de todos los contrarios posibles, incoherentes y magníficos con los que venimos desde la infancia. El cuerpo biológico maneja eso y lo transporta como un río agotado de un año -aquel remoto- a este otro ((hay un trozo de nube entrando en la calle, los árboles perforados de agua y las aceras empapadas y sucias)). El código de lo que somos viene de esas estructuras fragmentadas, físicas y emocionales, de líneas más o menos completas que a veces pueden leerse con cierto sentido y otras no puede pretenderse eso. Mi enfermedad es tanto, y en este mismo instante, ahora, aquí, dejo de escribir y paso la palma de la mano por la mesa para dar constancia, ahora y aquí, es tanto de lo físico como de esas imágenes fragmentadas y narraciones que arrastro y que no sabría identificar bien en qué órgano de mi cuerpo acumulo. Quizás esta pierna torpe sean ausencias, quizás aquel pálpito irregular sea ñoaranza.
Moleskine negra. La enfermedad de Artemio Rulán
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