5 jul 2020

El paseo de Artemio Rulán


Hemos conseguido traer a Rulán unos días a casa. Con mucha prudencia y extremando las medidas. Estos días infames han empeorado su fatiga, su cojera y su afonía para algunas palabras. Es el mismo, pero se ha vuelto más transparente, como un recodo frágil donde apenas da la vuelta al aire y que tensa despacio el tiempo cuando se mueve absorto por casa. 

Ha establecido una rutina para su paseo matutino. La pequeña senda entre los árboles ha sustituido su paisaje urbano habitual, y ha cambiado grises por verdes. Sale despacio muy temprano, caminando extremadamente lento. No corre ni se apura en ver si la hora la hace en menos tiempo: su obsesión es todo lo contrario, ya lo dijo alguna vez hace tiempo: Avanza, paso lento, arrastrando los zapatos, los cordones desatados, golpeando el tacón raído en las aceras. Y cada paso, medido, es más lento que el anterior. Un ejercicio para frenar el mundo, para detener rotaciones y traslaciones. No puedo caminar mucho todos los días, me dice, hay tanta belleza mirando todo tan despacio que el objetivo no es hacer más sino menos. Cada día salgo menos y menos tiempo, pero cada día vuelvo con más. Un día quizás sólo tenga que cerrar los ojos y ya todo estará aquí, y se señala la sien, dejando un abismo de tiempo entre cada palabra.

En alguna de nuestras escasas conversaciones me cuenta:

he descubierto que ese túnel de árboles que es tan oscuro en las tardes es casi diáfano en las mañanas: la luz entra transversal por la parte más baja de los troncos e ilumina irreal lo que otras veces es apenas un pasillo sombrío del camino;
he descubierto también que camino entre árboles, pájaros y malezas y que no podría nombrar nada ni ninguno por su nombre, nada ni ninguno por su nombre, que no conozco ni qué son ni cómo se llaman pero que me esta ignorancia se corresponde con la belleza que me producen;
he descubierto el musgo que crece en algunas de las maderas y cómo el musgo guarda el frío de la noche y la madera no;
he descubierto la belleza, y que esta es la misma que aquellos azulejos de la casa del pueblo cuando era niño, que la mano que demoraba Florentina en una marco de una puerta de una casa que ya he olvidado, que el reflejo del vidrio y el metal en aquella ciudad infinita, que la tarde pausada cayendo en Tepanahuori;
he descubierto que el cauce del río, casi sin agua, huele a levadura y a barro, que está salpicado de flores blancas y carmesíes, y que en ese olor están todos los cuerpos del mundo que han sido, los que no están y los extinguidos;
he descubierto que algunos árboles siguen perdiendo hojas en verano;
he descubierto que los pájaros, aún habiendo ya luz, cantan más en el mismo momento que el sol sale tras aquella montaña, ni más ni menos que en el mismo momento que la luz sube tras aquella montaña;
he descubierto también que a esa hora sólo ilumina el mundo su canto, el canto de los diferentes pájaros y que no sé reconocer ni uno solo de ellos, ni uno solo de esos animales, pero en ese silencio oigo perfecta mi respiración y el temblor de mi corazón en el pecho y, entonces, y mira, mira que te digo esto sin ningún ánimo de posteridad, ni de tristeza, y entonces en ese perfecto silencio, sabiendo que es cierto que la luz se derrama en los campos como hizo quizás en la primera mañana del mundo, ahí entonces, en medio de nada y de todo soy consciente de que me voy muriendo y que me voy a morir con esta perfecta belleza aquí dentro. 

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